1992: odisea en el espacio

La Cartuja es un paraje un poco marciano. Un erial retrofuturista que se refleja sobre la ciudad vieja, que bulle al otro lado de la dársena del Guadalquivir mientras aquí parece que la gente hiberna. Fichan y huyen, pero nadie pasea. Un viaje al futuro proyectado sobre 1992, cuando España rebosaba de optimismo. Y que terminó de aquella manera, consolidándose como la metáfora de un país en crisis y que no termina de levantar cabeza.

Donde conviven auténticos emblemas arquitectónicos y ruinas. Un convento medieval, estadios y montañas rusas venidas a menos. Mobiliario urbano de diseño y descampados, combinados con los esqueletos de algunos edificios que no llegaron a albergar vida jamás. Hierro oxidado, matorrales y palmeras. Naves espaciales y, al poco, unos chavales aprendiendo a torear. Un rascacielos a lo lejos y, sobre su sombra, los cadáveres de grandes obras públicas planificadas en los ochenta. Porque los ochenta, que al igual que este espacio condensaron tradición e ilusión de modernidad, realmente terminaron aquí y en 1992, con la que fue quizá su obra cumbre: una ciudad sobreproducida, extravagante y hortera.

Fue primero un orgullo nacional y luego símbolo de los escombros tras la crisis económica de los noventa. Un lugar repleto de continentes con tamaños y formas muy diversas, pero en muchos casos sin contenido. Y aunque ahora vuelve a reivindicarse por su creciente dinamismo económico, en realidad genera más movimientos entre balanzas y cuentas que a lo largo de sus calles. La vida se desarrolla tan solo en horario de oficina y se concentra en espacios interiores, desde donde se mira hacia afuera con una cierta extrañeza. El exterior es solo una herramienta, un trámite. Un sueño que se ha torcido y por el que conviene pasar rápido. En el que la cadencia tranquila y la mirada curiosa generan sospechas.

Y en un extremo Triana y al frente el resto de la ciudad vieja. Tan agraciada y viva que se puede llegar a sentir uno hasta culpable por detenerse en esta esquina del mapa. Como si la belleza fuera siempre evidente y explícita. Como si no mereciera la pena rascar un poco también, desviarnos del itinerario marcado y dirigir la vista a los márgenes para aprender más del presente y de la historia. Sin esto lo único que nos queda es una curiosidad adiestrada. Y a menudo las historias no oficiales habitan en los lugares que se han torcido.

Esta isla puede parecer incluso fea, pero está llena de belleza e historias.