Buenos tiempos para el cliché:
la antipolítica y sus demonios

Quienes ordenaron cerrar colegios y universidades antes del azote de la DANA y quien llegó horas tarde al comité de emergencia. Quienes emiten alertas a tiempo y quienes no lo hacen. Quienes dotan de recursos a instituciones científicas y centros de emergencia (los cuales ayudan a conocer, anticiparse y reaccionar adecuadamente) y quienes los cuestionan (ya sabéis, chiringuitos) y recortan o cierran. Quienes aceptan el juego democrático y asumen las derrotas electorales deportivamente y quienes consideran que los resultados salidos de las urnas son ilegítimos o promueven conatos de golpes de Estado. Quienes responden ante casos de abusos sexuales o corrupción en sus filas largando a las manzanas podridas y quienes las justifican o encubren durante años. La lista de ejemplos sería interminable. Y en casi todos los casos podríamos hasta discutir qué decisiones convienen más o menos. Lo que es indiscutible es que unas acciones y otras tienen consecuencias radicalmente distintas. Por eso el tópico de que ‘todos los políticos son iguales’ es delirante


Yo entiendo que el discurso de la antipolítica es bastante atractivo. Porque ofrece respuestas fáciles para explicar problemas complejos. Porque apela a la épica y la pulsión tribal del ‘nosotros’ frente a ‘ellos’. A la estrategia, siempre interesada, de crear chivos expiatorios cada vez que nos vienen mal dadas. También porque sirve para que, cuando los de nuestra cuerda yerran, la responsabilidad y la culpa se diluyan fácilmente. Y ya en un terreno más profano, cuando cuesta más presuponer la existencia de intereses espurios por parte de nadie, simplemente porque el cliché funciona bien para arrancar el aplauso fácil y llegar acuerdos de mínimos con el resto. Por eso quedan tan bien esta clase de mensajes tanto en discusiones ligeras de barra de bar como en stories, plazas públicas en las que buscamos la aprobación del resto. Es una forma sencilla y gratuita de canalizar, en momentos críticos, la indignación, la ira y la rabia. Una forma que, además, nos exime automáticamente de cualquier atisbo de culpa. Por todas estas razones, la antipolítica produce algunas de las frases hechas, convertidas ya en lugares comunes, más manidas. Que muchos todavía se creen hasta originales repitiendo algunos de los tópicos más manoseados. Es como la juventud, que siempre va a peor. Siglos con la misma retahíla, generación tras generación, y yo ya no me explico cómo nos mantenemos erguidos e incluso vivimos cada vez más años si tanto esfuerzo como intelecto no hacen otra cosa más que menguar, según dicen.   


Son mensajes que enlazan bien con lo de que ‘solo el pueblo salva al pueblo’, otro mantra de moda. Aunque con este puedo llegar a estar de acuerdo, matiz mediante: el pueblo es capaz de eso, sobre todo gracias al soporte de una buena logística, recursos y organización. Y para eso hace falta política y Estado: gestionar tributos, priorizar inversiones y gastos y tomar decisiones sobre el curso de acción a tomar. Decisiones que, solo si son tomadas a través de los cauces democráticos, permiten rendir cuentas a los responsables de las mismas. De lo contrario, la impunidad. La caridad, la iniciativa individual y las acciones espontáneas están muy bien y son siempre de agradecer (sobre todo si se trata de ayuda desinteresada, y tanto de la búsqueda de un escenario para hacer y compartir fotos; esto otro es publicidad), pero por sí mismas no pueden garantizar la equidad en el trato a la ciudadanía. Además, pueden terminar siendo contraproducentes en situaciones complejas y caóticas, en las que se requiere de conocimiento experto, recursos suficientes y despliegues ordenados para dar con soluciones efectivas.


Tanto aspaviento en momentos de crisis como este… como si el grueso de la población estuviera tocado por la virtud, frente a una camarilla de gobernantes que han accedido a ese altillo a través del dominio de algunas malas artes. Pues mira, no. No son otra cosa más que reflejo nuestro, mal que te pese. No están ahí por derecho natural o divino, sino por decisión nuestra y de nadie más. Y el pueblo, como quienes gobiernan, también es capaz de lo mejor y de lo peor. Porque pueblo son también quienes decían que las alertas ante emergencias eran intromisiones inaceptables por parte del Estado; quienes comentaban que los expertos y los científicos son unos alarmistas; el cambio climático antropocéntrico una farsa; el gobierno si recurre al Estado de Alarma ante emergencias (acuérdense de la pandemia) un régimen autoritario; los impuestos un robo y los servicios públicos (incluyendo los de emergencias) gastos susceptibles de ser recortados. O el grupo de salvapatrias de baratillo dedicados a tiempo completo a desinformar (así o así, por ejemplo) para generar más caos y tratar de sacar rédito político o personal de situaciones críticas (y quienes de la forma más acrítica posible les dan crédito, poniendo a la misma altura información contrastada y conocimiento verificable con cualquier relato interesado y haciendo gala de un sesgo de confirmación del tamaño de las Américas). Pues bien, gracias a ellos y a quienes les prestan un altavoz, estos mensajes calan y, en ocasiones, terminan lastrando la capacidad de previsión y reacción de las instituciones, que se muestran faltas de recursos, dubitativas, escépticas o atemorizadas (por las posibles represalias de una parte de la ciudadanía, tan implacable como desorientada) cuando se debe actuar en firme. De este modo, parte del pueblo también puede contribuir, aunque sea de forma indirecta, a magnificar la dimensión de desastres como este. Estamos siendo testigos de ello.


Así que basta de echar balones fuera. Llegados a este punto sería mucho más útil hacer autocrítica. Asumir las consecuencias de nuestros actos y tratar de hacer mejor las cosas de ahora en adelante. No siempre son los otros: tu comportamiento también suma o resta y tu postura también es política, sea por acción u omisión, y por mucho que se vista de desafección, enfado y desidia. A fin de cuentas, el discurso de la antipolítica y la desinformación son de todo menos neutrales. Son parte de una estrategia deliberada para lograr que la gente se desentienda de los asuntos públicos, se sumerja en el relativismo y sea incapaz de distinguir la realidad de la ficción, lo bueno de lo malo y lo justo de lo injusto. La mejor herramienta para allanar el terreno a quienes quieren privarnos de derechos o implantar políticas autoritarias. En este contexto, muchos oyen estos cantos de sirena y las soluciones draconianas que suelen acompañarlos (respuestas emocionales y aparentemente sencillas ante problemas complejos) y se perciben a sí mismos como unos auténticos librepensadores. Unos iluminados, capaces de ver lo que otros no ven. Aunque realmente se parezcan más a una masa especialmente conformista, incapaz de distinguir la información contrastada y el conocimiento científico de los cuentos, así como de hacer frente a las trampas y sesgos cognitivos más primarios, y que debido a ello no hace más que comprar chatarra vieja. La mercancía averiada y los consejos de quienes quieren dejarlos desnudos.